Capítulo 1 de «Las palabras y las cosas» de Michel Foucault.
I
«El pintor está ligeramente alejado del cuadro. Lanza una mirada
sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último toque, pero también
puede ser que no se haya dado aún la primera pincelada. El
brazo que sostiene el pincel está replegado sobre la izquierda, en
dirección de la paleta; está, por un momento, inmóvil entre la tela
y los colores. Esta mano hábil depende de la vista; y la vista, a su
vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entre la fina punta del
pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su volumen.
Pero no sin un sutil sistema de esquivos. Tomando un poco de
distancia, el pintor está colocado al lado de la obra en la que trabaja.
Es decir que, para el espectador que lo contempla ahora, está
a la derecha de su cuadro que, a su vez, ocupa el extremo izquierdo.
Con respecto a este mismo espectador, el cuadro está vuelto de espaldas;
sólo puede percibirse el reverso con el inmenso bastidor que
lo sostiene. En cambio, el pintor es perfectamente visible en toda
su estatura; en todo caso no queda oculto por la alta tela que, quizá,
va a absorberlo dentro de un momento, cuando, dando un paso hacia
ella, vuelva a su trabajo; sin duda, en este instante aparece a los
ojos del espectador, surgiendo de esta especie de enorme caja virtual
que proyecta hacia atrás la superficie que está por pintar. Puede
vérsele ahora, en un momento de detención, en el centro neutro de
esta oscilación. Su talle oscuro, su rostro claro son medieros entre
lo visible y lo invisible: surgiendo de esta tela que se nos escapa,
emerge ante nuestros ojos; pero cuando dé un paso hacia la derecha,
ocultándose a nuestra mirada, se encontrará colocado justo
frente a la tela que está pintando; entrará en esta región en la que
su cuadro, descuidado por un instante, va a hacerse visible para él
sin sombras ni reticencias. Como si el pintor no pudiera ser visto
a la vez sobre el cuadro en el que se le representa y ver aquel en el
que se ocupa de representar algo. Reina en el umbral de estas dos
visibilidades incompatibles.
El pintor contempla, el rostro ligeramente vuelto y la cabeza in diñada hacia el hombro. Fija un punto invisible, pero que nosotros,
los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto
somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros
ojos. Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible;
porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se
sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que
nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que
la vemos. Y sin embargo, ¿cómo podríamos evitar ver esta invisibilidad
que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo
su equivalente sensible, su figura sellada? En efecto, podría adivinarse
lo que el pintor ve, si fuera posible lanzar una mirada sobre
la tela en la que trabaja; pero de ésta sólo se percibe la trama, los
montantes en la línea horizontal y, en la vertical, el sostén oblicuo
del caballete. El alto rectángulo monótono que ocupa toda la parte
izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela representada,
restituye, bajo las especies de una superficie, la invisibilidad
en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el
que estamos, que somos. Desde los ojos del pintor hasta lo que
ve, está trazada una línea imperiosa que no sabríamos evitar, nosotros,
los que contemplamos: atraviesa el cuadro real y se reúne,
delante de su superficie, en ese lugar desde el que vemos al pintor
que nos observa; este punteado nos alcanza irremisiblemente y nos
liga a la representación del cuadro.
En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos
un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor.
No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas
que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de
visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres,
de cambios y de esquivos. El pintor sólo dirige la mirada hacia
nosotros en la medida en que nos encontramos en el lugar de su
objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos
bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, remplazados por aquello
que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo.
Pero, a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro
al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores
surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador
y el contemplado se intercambian sin cesar. Ninguna mirada
es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de la mirada que traspasa
perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador
y el modelo cambian su papel hasta el infinito. La gran tela vuelta
de la extrema izquierda del cuadro cumple aquí su segunda función:
obstinadamente invisible, impide que la relación de las miradas llegue
nunca a localizarse ni a establecerse definitivamente. La fijeza opaca que hace reinar en un extremo convierte en algo siempre
inestable el juego de metamorfosis que se establece en el centro entre
el espectador y el modelo. Por el hecho de que no vemos más
que este revés, no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. ¿Vemos
o nos ven? En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de
cambiar de un momento a otro: cambia de contenido, de forma,
de rostro, de identidad. Pero la inmovilidad atenta de sus ojos nos
hace volver a otra dirección que ya han seguido con frecuencia y
que, muy pronto, sin duda alguna, seguirán de nuevo: la de la tela
inmóvil sobre la cual pinta, o quizá se ha pintado ya hace tiempo
y para siempre, un retrato que jamás se borrará. Tanto que la mirada
soberana del pintor impone un triángulo virtual, que define
en su recorrido este cuadro de un cuadro: en la cima —único punto
visible— los ojos del artista; en la base, a un lado, el sitio invisible
del modelo, y del otro, la figura probablemente esbozada sobre la
tela vuelta.
En el momento en que colocan al espectador en el campo de su
visión, los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro,
le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman
su especie luminosa y visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible
de la tela vuelta. Ve que su invisibilidad se vuelve visible
para el pintor y es traspuesta a una imagen definitivamente invisible
para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a la vez más
inevitable aún por un lazo marginal. En la extrema derecha, el cuadro
recibe su luz de una ventana representada de acuerdo con una
perspectiva muy corta; no se ve más que el marco; si bien el flujo
de luz que derrama baña a la vez, con una misma generosidad, dos
espacios vecinos, entrecruzados, pero irreductibles: la superficie de
la tela, con el volumen que ella representa (es decir, el estudio del
pintor o el salón en el que ha instalado su caballete) y, delante de
esta superficie, el volumen real que ocupa el espectador (o aun el
sitio irreal del modelo). Al recorrer la pieza de derecha a izquierda,
la amplia luz dorada lleva a la vez al espectador hacia el pintor y al
modelo hacia la tela; es ella también la que, al iluminar al pintor,
lo hace visible para el espectador, y hace brillar como otras tantas
líneas de oro a los ojos del modelo el marco de la tela enigmática
en la que su imagen, trasladada, va a quedar encerrada. Esta ventana
extrema, parcial, apenas indicada, libera una luz completa y
mixta que sirve de lugar común a la representación. Equilibra, al
otro extremo del cuadro, la tela invisible: así como ésta, dando
la espalda a los espectadores, se repliega contra el cuadro que la
representa y forma, por la superposición de su revés, visible sobre
la superficie del cuadro portador, el lugar —inaccesible para nos-otros— donde cabrillea la Imagen por excelencia, así también la
ventana, pura abertura, instaura un espacio tan abierto como el otro
cerrado; tan común para el pintor, para los personajes, para los modelos,
para el espectador, cuanto el otro es solitario (ya que nadie
lo mira, ni aun el pintor). Por la derecha, se derrama por una ventana
invisible el volumen puro de una luz que hace visible toda la
representación: a la izquierda, se extiende, al otro lado de su muy
visible trama, la superficie que esquiva la representación que porta.
La luz, al inundar la escena (quiero decir, tanto la pieza como la
tela, la pieza representada sobre la tela y la pieza en la que se halla
colocada la tela), envuelve a los personajes y a los espectadores y
los lleva, bajo la mirada del pintor, hacia el lugar en el que los va
a representar su pincel. Pero este lugar nos es hurtado. Nos vemos
vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que
nos hace verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos transcritos
por su mano, como en un espejo, no podemos ver de éste
más que el revés mate. El otro lado de una psique.
Ahora bien, exactamente enfrente de los espectadores —de nosotros
mismos— sobre el muro que constituye el fondo de la pieza,
el autor ha representado una serie de cuadros; y he aquí que entre
todas estas telas colgadas hay una que brilla con un resplandor singular.
Su marco es más grande, más oscuro que el de las otras;
sin embargo, una fina línea blanca lo dobla hacia el interior, difundiendo
sobre toda su superficie una claridad difícil de determinar;
pues no viene de parte alguna, sino de un espacio que le sería
interior. En esta extraña claridad aparecen dos siluetas y sobre ellas,
un poco más atrás, una pesada cortina púrpura. Los otros cuadros
sólo dejan ver algunas manchas más pálidas en el límite de una
oscuridad sin profundidad. Éste, por el contrario, se abre a un espacio
en retroceso donde formas reconocibles se escalonan dentro de
una claridad que sólo a ellas pertenece. Entre todos estos elementos,
destinados a ofrecer representaciones, pero que las impugnan, las
hurtan, las esquivan por su posición o su distancia, sólo éste funciona
con toda honradez y deja ver lo que debe mostrar. A pesar de su
alejamiento, a pesar de la sombra que lo rodea. Pero es que no se
trata de un cuadro: es un espejo. En fin, ofrece este encanto del
doble que rehusan tanto las pinturas alejadas cuanto esa luz del primer
plano con la tela irónica.
De todas las representaciones que representa el cuadro, es la única
visible; pero nadie la ve. De pie al lado de su tela, con la atención
fija en su modelo, el pintor no puede ver este espejo que brilla tan
dulcemente detrás de él. Los otros personajes del cuadro están, en
su mayor parte, vueltos hacia lo que debe pasar delante —hacia la clara invisibilidad que bordea la tela, hacia ese balcón de luz donde
sus miradas ven a quienes les ven, y no hacia esa cavidad sombría
en la que se cierra la habitación donde están representados. Es verdad
que algunas cabezas se ofrecen de perfil: pero ninguna de ellas
está lo suficientemente vuelta para ver, al fondo de la pieza, este
espejo desolado, pequeño rectángulo reluciente, que sólo es visibilidad,
pero sin ninguna mirada que pueda apoderarse de ella, hacerla
actual y gozar del fruto, maduro de pronto, de su espectáculo.
Hay que reconocer que esta indiferencia encuentra su igual en la
suya. No refleja nada, en efecto, de todo lo que se encuentra en
el mismo espacio que él: ni al pintor que le vuelve la espalda, ni a
los personajes del centro de la habitación. En su clara profundidad,
no ve lo visible. En la pintura holandesa, era tradicional que los
espejos representaran un papel de reduplicación: repetían lo que se
daba una primera vez en el cuadro, pero en el interior de un espacio
irreal, modificado, encogido, curvado. Se veía en él lo mismo que,
en primera instancia, en el cuadro, si bien descompuesto y recompuesto
según una ley diferente. Aquí, el espejo no dice nada de lo
que ya se ha dicho. Sin embargo, su posición es poco más o menos
central: su borde superior está exactamente sobre la línea que parte
en dos la altura del cuadro, ocupa sobre el muro del fondo una
posición media (cuando menos en la parte del muro que vemos);
así, pues, debería ser atravesado por las mismas líneas perspectivas
que el cuadro mismo; podría esperarse que en él se dispusieran un
mismo estudio, un mismo pintor, una misma tela según un espacio
idéntico; podría ser el doble perfecto.
Ahora bien, no hace ver nada de lo que el cuadro mismo representa.
Su mirada inmóvil va a apresar lo que está delante del cuadro,
en esta región necesariamente invisible que forma la cara exterior,
los personajes que ahí están dispuestos. En vez de volverse hacia
los objetos visibles, este espejo atraviesa todo el campo de la representación,
desentendiéndose de lo que ahí pudiera captar, y restituye
la visibilidad a lo que permanece más allá de toda mirada. Sin embargo,
esta invisibilidad que supera no es la de lo oculto: no muestra
el contomo de un obstáculo, no se desvía de la perspectiva, se
dirige a lo que es invisible tanto por la estructura del cuadro como
por su existencia como pintura. Lo que se refleja en él es lo que
todos los personajes de la tela están por ver, si dirigen la mirada
de frente: es, pues, lo que se podría ver si la tela se prolongara
hacia adelante, descendiendo más abajo, hasta encerrar a los personajes
que sirven de modelo al pintor. Pero es también, por el hecho
de que la tela se detenga ahí, mostrando al pintor y a su estudio,
lo que es exterior al cuadro, en la medida en que es un cuadro, es decir, un fragmento rectangular de líneas y de colores encargado de
representar algo a los ojos de todo posible espectador. Al fondo
de la habitación, ignorado por todos, el espejo inesperado hace resplandecer
las figuras que mira el pintor (el pintor en su realidad
representada, objetiva, de pintor en su trabajo); pero también a las
figuras que ven al pintor (en esta realidad material que las líneas
y los colores han depositado sobre la tela). Estas dos figuras son
igualmente inaccesibles la una que la otra, aunque de manera diferente:
la primera por un efecto de composición propio del cuadro;
la segunda por la ley que preside la existencia misma de todo cuadro
en general. Aquí el juego de la representación consiste en poner
la una en lugar de la otra, en una superposición inestable, a estas
dos formas de invisibilidad —y en restituirlas también al otro extremo
del cuadro— a ese polo que es el representado más alto: el de
una profundidad de reflejo en el hueco de una profundidad del cuadro.
El espejo asegura una metátesis de la visibilidad que hiere a la
vez al espacio representado en el cuadro y a su naturaleza de representación;
permite ver, en el centro de la tela, lo que por el cuadro
es dos veces necesariamente invisible.
Extraña manera de aplicar, al pie de la letra, pero dándole vuelta,
el consejo que el viejo Pacheco dio, al parecer, a su alumno cuando
éste trabajaba en el estudio de Sevilla: «La imagen debe salir del
cuadro».
II
Pero quizá ya es tiempo de dar nombre a esta imagen que aparece
en el fondo del espejo y que el pintor contempla delante del cuadro.
Quizá sea mejor fijar de una buena vez la identidad de los
personajes presentes o indicados, para no complicarnos al infinito
entre estas designaciones flotantes, un poco abstractas, siempre susceptibles
de equívocos y de desdoblamientos: «el pintor», «los personajes»,
«los modelos», «los espectadores», «las imágenes». En vez
de seguir sin cesar un lenguaje fatalmente inadecuado a lo visible,
bastará con decir que Velázquez ha compuesto un cuadro; que en
este cuadro se ha representado a sí mismo, en su estudio, o en un
salón del Escorial, mientras pinta dos personajes que la infanta
Margarita viene a ver, rodeada de dueñas, de meninas, de cortesanos
y de enanos; que a este grupo pueden atribuírsele nombres muy precisos:
la tradición reconoce aquí a doña María Agustina Sarmiento,
allá a Nieto, en el primer plano a Nicolaso Pertusato, el bufón italiano.
Bastará con añadir que los dos personajes que sirven de modelos al pintor no son visibles cuando menos directamente, pero
se les puede percibir en un espejo; y que se trata, a no dudar, del
rey Felipe IV y de su esposa Mariana.
Estos nombres propios serán útiles referencias, evitaran las designaciones
ambiguas; en todo caso, nos dirán qué es lo que ve el
pintor y, con él, la mayor parte de los personajes del cuadro. Pero
la relación del lenguaje con la pintura es una relación infinita. No
porque la palabra sea imperfecta y, frente a lo visible, tenga un déficit
que se empeñe en vano por recuperar. Son irreductibles uno a
otra: por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside
jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por
medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que se está
diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega
la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis. Ahora bien,
en este juego, el nombre propio no es más que un artificio: permite
señalar con el dedo, es decir, pasar subrepticiamente del espacio del
que se habla al espacio que se contempla, es decir, encerrarlos uno
en otro con toda comodidad, como si fueran mutuamente adecuados.
Pero si se quiere mantener abierta la relación entre el lenguaje y lo
visible, si se quiere hablar no en contra de su incompatibilidad sino
a partir de ella, de tal modo que se quede lo más cerca posible del
uno y del otro, es necesario borrar los nombres propios y mantenerse
en lo infinito de la tarea. Quizá por mediación de este lenguaje
gris, anónimo, siempre meticuloso y repetitivo por ser demasiado
amplio, encenderá la pintura, poco a poco, sus luces.
Así, pues, será necesario pretender que no sabemos quién se refleja
en el fondo del espejo, e interrogar este reflejo al nivel mismo
de su existencia.
Por lo pronto, se trata del revés de la gran tela representada a la
izquierda. El revés o, mejor dicho, el derecho ya que muestra de
frente lo que ésta oculta por su posición. Además, se opone a la
ventana y la refuerza. Al igual que ella, es un lugar común en el
cuadro y en lo que éste tiene de exterior. Pero la ventana opera
por el movimiento continuo de una efusión que, de derecha a izquierda,
reúne a los personajes atentos, al pintor, al cuadro, con
el espectáculo que contemplan; el espejo, por un movimiento violento,
instantáneo, de pura sorpresa, va a buscar delante del cuadro lo
que se contempla, pero que no es visible, para hacerlo visible, en
el término de la profundidad ficticia, si bien sigue indiferente a todas
las miradas. El punteado imperioso que se traza entre el reflejo
y lo que refleja, corta perpendicularmente el flujo lateral de luz. Por
último —se trata de la tercera función de este espejo—, está junto
a una puerta que se abre, como él, en el muro del fondo. Recorta así un rectángulo claro cuya luz mate no se expande por el cuarto.
No sería sino un aplanamiento dorado si no estuviera ahuecado hacía
el exterior, por un batiente tallado, la curva de una cortina y la
sombra de varios escalones. Allí empieza un corredor; pero en vez
de perderse en la oscuridad, se disipa en un estallido amarillo en el
que la luz, sin entrar, se arremolina y reposa en sí misma. Sobre este
fondo, a la vez cercano y sin límites, un hombre destaca su alta
silueta; está visto de perfil; en una mano sostiene el peso de una colgadura;
sus pies están colocados en dos escalones diferentes; tiene
una rodilla flexionada. Quizá va a entrar en el cuarto; quizá se limita
a observar lo que pasa en el interior, satisfecho de ver sin ser
visto. Lo mismo que el espejo, fija el envés de la escena: y no menos
que al espejo, nadie le presta atención. No se sabe de dónde viene;
se puede suponer que, siguiendo los inciertos corredores, ha llegado
al cuarto en el que están reunidos los personajes y donde trabaja el
pintor; pudiera ser que él también estuviera, hace un momento, en
la parte delantera de la escena, en la región invisible que contemplan
todos los ojos del cuadro. Lo mismo que las imágenes que se
perciben en el fondo del espejo, sería posible que él fuera un emisario
de este espacio evidente y oculto. Hay, sin embargo, una diferencia:
él está allí en carne y hueso; surge de fuera, en el umbral
del aire representado; es indudable —no un reflejo probable, sino una
irrupción. El espejo, al hacer ver, más allá de los muros del estudio,
lo que sucede ante el cuadro, hace oscilar, en su dimensión sagital,
el interior y el exterior. Con un pie sobre el escalón y el cuerpo por
completo de perfil, el visitante ambiguo entra y sale a la vez, en
un balanceo inmóvil. Repite en su lugar, si bien en la realidad sombría
de su cuerpo, el movimiento instantáneo de las imágenes que
atraviesan la habitación, penetran en el espejo, reflejándose en él y
surgen de nuevo como especies visibles, nuevas e idénticas. Pálidas,
minúsculas, las siluetas del espejo son recusadas por la alta y sólida
estatura del hombre que surge en el marco de la puerta.
Pero es necesario descender de nuevo del fondo del cuadro y pasar
a la parte anterior de la escena; es necesario abandonar este contorno
cuya voluta acaba de recorrerse. Si partimos de la mirada del
pintor que, a la izquierda, constituye una especie de centro desplazado,
se percibe en seguida el revés de la tela, después los cuadros
expuestos, con el espejo en el centro, más allá la puerta abierta,
nuevos cuadros, cuya perspectiva, muy aguda, no permite ver sino
el espesor de los marcos, por último, a la extrema derecha, la ventana
o, mejor dicho, la abertura por la que se derrama la luz. Esta
concha en forma de hélice ofrece todo el ciclo de la representación:
la mirada, la paleta y el pincel, la tela limpia de señales (son los instrumentos materiales de la representación), los cuadros, los reflejos,
el hombre real (la representación acabada, pero libre al parecer
de los contenidos ilusorios o verdaderos que se le yuxtaponen); después
la representación se anula: no se ve más que los cuadros y esta
luz que los baña desde el exterior y que éstos, a su vez, deberían
reconstituir en su especie propia como si viniera de otra parte, atravesando
sus marcos de madera oscura. Y, en efecto, se ve esta luz
sobre el cuadro que parece surgir en el intersticio del marco; y de
ahí alcanza la frente, las mejillas, los ojos, la mirada del pintor que
tiene en una mano la paleta y en la otra el extremo del pincel…
De esta manera se cierra la voluta o, mejor dicho, por obra de esta
luz, se abre.
Esta abertura no es, como la del fondo, una puerta que se ha
abierto; es el largo mismo del cuadro y las miradas que allí ocurren
no son las de un visitante lejano. El friso que ocupa el primer y el
segundo plano del cuadro representa —si incluimos al pintor— ocho
personajes. De ellos, cinco miran la perpendicular del cuadro, con
la cabeza más o menos inclinada, vuelta o ladeada. El centro del
grupo es ocupado por la pequeña infanta, con su amplio vestido gris
y rosa. La princesa vuelve la cabeza hacia la derecha del cuadro, en
tanto que su torso y el guardainfante del vestido van ligeramente
hacia la izquierda; pero la mirada se dirige rectamente en dirección
del espectador que se encuentra de cara al cuadro. Una línea media
que dividiera al cuadro en dos secciones iguales, pasaría entre los
ojos de la niña. Su rostro está a un tercio de la altura total del
cuadro. Tanto que, a no dudarlo, reside allí el tema principal de la
composición; el objeto mismo de esta pintura. Como para probarlo
y subrayarlo aún más, el autor ha recurrido a una figura tradicional:
a un lado del personaje central, ha colocado otro, de rodillas, que lo
contempla. Como un donante en oración, como el Ángel que saluda
a la Virgen, una doncella, de rodillas, tiende las manos hacia la princesa.
Su rostro se recorta en un perfil perfecto. Está a la altura del
de la niña. La dueña mira a la princesa y sólo a ella. Un poco más
a la derecha, otra menina, vuelta también hacia la infanta, ligeramente
inclinada sobre ella, dirige empero los ojos hacia adelante, al
punto al que ya miran el pintor y la princesa. Por último, dos grupos
de dos personajes cada uno: el primero, retirado, el otro, formado
por enanos, en el primer plano. En cada una de estas parejas,
un personaje ve de frente y el otro a la derecha o a la izquierda.
Por su posición y por su talla, estos dos grupos se corresponden y
forman un duplicado: atrás, los cortesanos (la mujer, a la izquierda,
ve hacia la derecha); adelante, los enanos (el niño que está en la
extrema derecha ve hacia el interior del cuadro). Este conjunto de personajes, así dispuesto, puede formar, según que se preste atención
al cuadro o al centro de referencia que se haya elegido, dos
figuras. La primera sería una gran X; en el punto superior izquierdo
estaría la mirada del pintor, y a la derecha, la del cortesano; en la
punta inferior, del lado izquierdo, estaría la esquina de la tela representada
del revés (más exactamente, el pie del caballete); al lado
derecho, el enano (con el zapato sobre el lomo del peno). En el
cruce de estas dos líneas, en el centro de la X, estaría la mirada
de la infanta. La otra figura sería más bien una amplia curva: sus
dos limites estarían determinados por el pintor, a la izquierda, y el
cortesano de la derecha —extremidades altas y distantes—; la concavidad,
mucho más cercana, coincidiría con el rostro de la princesa
y con la mirada que la dueña le dirige. Esta línea traza un tazón
que, a la vez, encierra y separa, en el centro del cuadro, la colocación
del espejo.
Así, pues, hay dos centros que pueden organizar el cuadro, según
que la atención del espectador revolotee y se detenga aquí o allá. La
princesa está de pie en el centro de una cruz de San Andrés que
gira en torno a ella, con el torbellino de los cortesanos, las meninas,
los animales y los bufones. Pero este eje está congelado. Congelado
por un espectáculo que sería absolutamente invisible si sus mismos
personajes, repentinamente inmóviles, no ofrecieran, como en la concavidad
de una copa, la posibilidad de ver en el fondo del espejo
el imprevisto doble de su contemplación. En el sentido de la profundidad,
la princesa está superpuesta al espejo; en el de la altura,
es el reflejo el que está superpuesto al rostro. Pero la perspectiva
los hace vecinos uno del otro. Así, pues, de cada uno de ellos sale
una línea inevitable; la nacida del espejo atraviesa todo el espesor
representado (y hasta algo más, ya que el espejo horada el muro
del fondo y hace nacer, tras él, otro espacio); la otra es más corta;
viene de la mirada de la niña y sólo atraviesa el primer plano. Estas
dos líneas sagitales son convergentes, de acuerdo con un ángulo
muy agudo, y su punto de encuentro, saliendo de la tela, se fija
ante el cuadro, más o menos en el lugar en el que nosotros lo vemos.
Es un punto dudoso, ya que no lo vemos; punto inevitable y
perfectamente definido, sin embargo, ya que está prescrito por las
dos figuras maestras y confirmado además por otros punteados adyacentes
que nacen del cuadro y escapan también de él.
En última instancia, ¿qué hay en este lugar perfectamente inaccesible,
ya que está fuera del cuadro, pero exigido por todas las líneas
de su composición? ¿Cuál es el espectáculo, cuáles son los rostros
que se reflejan primero en las pupilas de la infanta, después en las
de los cortesanos y el pintor y, por último, en la lejana claridad del espejo? Pero también la pregunta se desdobla: el rostro que refleja
el espejo y también el que lo contempla; lo que ven todos los personajes
del cuadro, son también los personajes a cuyos ojos se ofrecen
como una escena que contemplar. El cuadro en su totalidad ve
una escena para la cual él es a su vez una escena. Reciprocidad
pura que manifiesta el espejo que ve y es visto y cuyos dos momentos
se desatan en los dos ángulos del cuadro: a la izquierda, la tela
vuelta, por la cual el punto exterior se convierte en espectáculo
puro; a la da echa, el perro echado, único elemento del cuadro que
no ve ni se mueve; porque no está hecho, con sus grandes relieves
y la luz que juega sobre su piel sedosa, sino para ser objeto que ver.
Una primera ojeada al cuadro nos ha hecho saber de qué está
hecho este espectáculo a la vista. Son los soberanos. Se les adivina
ya en la mirada respetuosa de la asistencia, en el asombro de la niña
y los enanos. Se les reconoce, en el extremo del cuadro, en las dos
pequeñas siluetas que el espejo refleja. En medio de todos estos
rostros atentos, de todos estos cuerpos engalanados, son la más pá-
lida, la más irreal, la más comprometida de todas las imágenes: un
movimiento, un poco de luz bastaría para hacerlos desvanecerse. De
todos estos personajes representados, son también los más descuidados,
porque nadie presta atención a ese reflejo que se desliza detrás
de todo el mundo y se introduce silenciosamente por un espacio
insospechado; en la medida en que son visibles, son la forma más
frágil y más alejada de toda realidad. A la inversa, en la medida
en que, residiendo fuera del cuadro, están retirados en una invisibilidad
esencial, ordenan en torno suyo toda la representación; es a
ellos a quienes se da la cara, es hacia ellos hacia donde se vuelve,
es a sus ojos a los que se presenta la princesa con su traje de fiesta;
de la tela vuelta a la infanta y de ésta al enano que juega en la
extrema derecha, se traza una curva (o, mejor dicho, se abre la rama
inferior de la X) para ordenar a su vista toda la disposición del cuadro
y hacer aparecer así el verdadero centro de la composición, al
que están sometidos en última instancia la mirada de la niña y
la imagen del espejo.
Este centro es, en la anécdota, simbólicamente soberano ya que
está ocupado por el rey Felipe IV y su esposa. Pero, sobre todo, lo
es por la triple función que ocupa en relación con el cuadro. En él
vienen a superponerse con toda exactitud la mirada del modelo
en el momento en que se la pinta, la del espectador que contempla
la escena y la del pintor en el momento en que compone su cuadro
(no el representado, sino el que está delante de nosotros y del cual
hablamos). Estas tres funciones «de vista» se confunden en un
punto exterior al cuadro: es decir, ideal en relación con lo representado, pero perfectamente real ya que a partir de él se hace posible
la representación. En esta realidad misma, no puede ser en modo
alguno invisible. Y, sin embargo, esta realidad es proyectada al interior
del cuadro —proyectada y difractada en tres figuras que corresponden
a las tres funciones de este punto ideal y real. Son: a la
izquierda, el pintor con su paleta en la mano (autorretrato del autor
del cuadro); a la derecha el visitante, con un pie en el escalón, dispuesto
a entrar en la habitación; toma al revés toda la escena, pero
ve de frente a la pareja real, que es el espectáculo mismo; por fin,
en el centro, el reflejo del rey y de la reina, engalanados, inmó-
viles, en la actitud de modelos pacientes.
Reflejo que muestra ingenuamente, y en la sombra, lo que todo
el mundo contempla en el primer plano. Restituye, como por un
encantamiento, lo que falta a esta vista: a la del pintor, el modelo
que recopia allá abajo sobre el cuadro su doble representado; a la
del rey, su retrato que se realiza sobre el verso de la tela y que
él no puede percibir desde su lugar; a la del espectador, el centro
real de la escena, cuyo lugar ha tomado como por fractura. Bien
puede ser que esta generosidad del espejo sea ficticia; quizá oculta
tanto como manifiesta o más aún. El lugar donde domina el rey
con su esposa es también el del artista y el espectador: en el fondo
del espejo podría aparecer —debería aparecer—el rostro anónimo del
que pasa y el de Velázquez. Porque la función de este reflejo
es atraer al interior del cuadro lo que le es íntimamente extraño: la
mirada que lo ha ordenado y aquella para la cual se despliega. Pero,
por estar presentes en el cuadro, a derecha e izquierda, el artista y
el visitante no pueden alojarse en el espejo: así como el rey aparece
en el fondo del espejo en la medida misma en que no pertenece al
cuadro.
En la gran voluta que recorre el perímetro del estudio, desde la
mirada del pintor, con la paleta y la mano detenidas, hasta los cuadros
terminados, nace la representación, se cumple para deshacerse
de nuevo en la luz; el ciclo es perfecto. Por el contrario, las líneas
que atraviesan la profundidad del cuadro están incompletas; falta a
todas ellas una parte de su trayecto. Esta laguna se debe a la ausencia
del rey —ausencia que es un artificio del pintor. Pero este artificio
recubre y señala un vacío inmediato: el del pintor y el espectador
cuando miran o componen el cuadro. Quizá, en este cuadro
como en toda representación en la que, por así decirlo, se manifieste
una esencia, la invisibilidad profunda de lo que se ve es solidaria
de la invisibilidad de quien ve —a pesar de los espejos, de los reflejos,
de las imitaciones, de los retratos. En torno a la escena se han
depositado los signos y las formas sucesivas de la representación; pero la doble relación de la representación con su modelo y con su
soberano, con su autor como aquel a quien se hace la ofrenda, tal
representación se interrumpe necesariamente. Jamás puede estar presente
sin residuos, aunque sea en una representación que se dará a
sí misma como espectáculo. En la profundidad que atraviesa la tela,
forma una concavidad ficticia y la proyecta ante sí misma, no es
posible que la felicidad pura de la imagen ofrezca jamás a plena
luz al maestro que representa y al soberano al que se representa.
Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de
la representación clásica y la definición del espacio que ella abre.
En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes,
las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los
gestos que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquélla
recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier,
un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta
—de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no
es sino semejanza. Este sujeto mismo —que es el mismo— ha sido
suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación
puede darse como pura representación.»
Editorial Siglo XXI