El número 28 de los «Pequeños poemas en prosa» o también conocido como «Spleen de París» de un siempre irreverente Charles Baudelaire. Fueron publicados en 1869 de manera póstuma dos años posteriores a la muerte del autor. Libro muy recomendable por su rupturismo y su influencia a los autores del simbolismo.

 

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XXVIII

LA FALSA MONEDA

Al alejarnos de la tabaquería, mi amigo hizo una
cuidadosa clasificación de su dinero; en el bolsillo
izquierdo deslizó pequeñas monedas de oro; en el
derecho, moneditas de plata; en el bolsillo izquierdo
de su pantalón, un montón de centavos y por fin,
en el derecho, una moneda de plata de dos francos
que había examinado cuidadosamente «¡Singular y
minucioso reparto!» me dije a mí mismo.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió
temblando su boina.
No conozco nada más inquietante que la muda
elocuencia de los ojos suplicantes, que para el hombre
sensible que puede leer en ellos, contienen tanto
humildad como reproches. Algo parecido a esta
profundidad de complejo sentimiento hay en los
ojos llorosos de los perros fustigados.

La limosna de mi amigo fue mucho mayor que la
mía y le dije: «Tiene razón; después del placer de ser
sorprendido, no hay nada como dar una sorpresa –
Era la moneda falsa.», me contestó tranquilamente,
como justificando su prodigalidad.
En mi miserable cerebro, siempre ocupado en
descubrir dificultades inexistentes (¡qué cansadora
facultad me otorgó la naturaleza!), surgió de pronto
la idea de que semejante conducta sólo era comprensible
en tanto deseo de crear un acontecimiento
en la vida del pobre diablo, tal vez incluso de conocer
las posibles consecuen-cias, funestas o no, que
pudiera engendrar una moneda falsa en la mano de
un mendigo. ¿Podía tal vez multiplicarse en monedas
verdaderas? ¿o acaso llevarlo a prisión? Supongamos
un tabernero, un panadero: ¿podría hacerlo
detener por falsificador o distribuidor de moneda
falsa? Pero también, la moneda falsa podría ser, en
el caso de un pequeño y pobre especulador, la semilla
de una rápida fortuna. Mi fantasía seguía su curso,
prestando alas al espíritu de mi amigo y obteniendo
todas las deducciones posibles de todas las
hipótesis posibles.
Bruscamente él interrumpió mi ensueño retomando
mis propias palabras: «Sí, tiene razón; no hay placer más dulce que sorprender a un hombre
dándole más de lo que espera.»
Lo miré al fondo de los ojos y me espantó ver en
sus ojos el brillo de un candor irrefutable. Entonces
vi claramente que había querido hacer caridad y
buen negocio a la vez; ganar cuarenta sueldos y el
corazón de Dios; llegar económicamente al paraíso;
obtener gratis la medalla de hombre caritativo. Le
hubiera casi perdonado el deseo de goce criminal de
que lo suponía capaz hace un instante; me había parecido
curioso, singular, que se divirtiera comprometiendo
a un pobre: pero jamás le perdonaría la
inepcia de su cálculo. Nunca hay excusas para ser
malvado, pero tiene cierto mérito reconocerse como
tal: el más irreparable de los vicios es hacer mal por
estupidez.

 

 

 

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