Poema extraído del libro » El Spleen de Paris» (también conocido como «Pequeños poemas en prosa») de Charles Baudelaire publicado en 1869.

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La cuerda

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A Edouart Manet

 

Las ilusiones — me decía mi amigo — son quizá tan innumerables como las relaciones de los hombres entre ellos, o de los hombres con las cosas.  Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal cual existe fuera de nosotros, experimentamos un extraño sentimiento, complicada mitad de añoranza por el fantasma desaparecido, mitad de agradable sorpresa ante la novedad, ante el hecho real.  Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre semejante y de una naturaleza respecto de la cual sea imposible el engaño, este es el amor materno.  Es tan difícil suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor; ¿no resulta, pues, perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas las acciones y las palabras de una madre respecto de su hijo? Y sin embargo, escuchar esa pequeña historia, en la que he sido singularmente mistificado por la más natural de las ilusiones.

»Mi profesión de pintor me lleva a contemplar atentamente los rostros, la fisonomía que aparecen en mi camino, y usted sabe cuánto gozo obtenemos de esta facultad que hace a nuestros ojos la vida más viva y significativa que para los demás hombres.

»En el apartado en el que vivo, y en donde amplios espacios de hierba separan aún los edificios, a menudo observaba a un niño cuya fisonomía ardiente y traviesa, más que las restantes, me sedujo de inmediato. En más de una ocasión ha posado para mí, y yo le he transformado tanto en pequeño bohemio, cuanto en ángel, como en la figura mitológica de Amor. Le he hecho llevar el violín del vagabundo, la Corona de Espinas y los Clavos de la Pasión, así como la antorcha de Eros.  Acabé por tomar un placer tan vivo ante la gracia de este chaval, que rogué un día a sus padres, gente pobre, que me lo cedieran, prometiendo vestirle adecuadamente, darle algún dinero y no imponerle más trabajo que el de limpiar mis pinceles y hacer mis recados.  El niño, una vez lavado, resultó encantador, y la vida que llevaba en mi casa, le pareció un paraíso en comparación con la que había padecido en el tugurio paterno.  Tan sólo debo decir que el pequeño muñeco me asombró algunas veces con singulares crisis de tristeza precoz, y que pronto manifestó un gusto inmoderado por el azúcar y los licores; de tal forma que el día que pude comprobar que pese a mis numerosas advertencias, había vuelto a cometer un nuevo hurto de aquel tipo, le amenacé con devolverlo a casa de sus padres.  Salí después y mis asuntos me retuvieron bastante tiempo fuera.

»¡Cuál no sería mi horror y mi asombro cuando, al volver a casa, el primer objeto con el que chocó mi mirada fue con el pequeño muñeco, el travieso compañero de mi vida, colgado de un panel del armario! Sus pies casi tocaban el suelo; una silla, derribada, sin duda, de una patada, estaba caída  a su lado; su cabeza colgaba convulsamente sobre la espalda; su cara, hinchada, y sus ojos, totalmente abiertos con una fijeza espantosa, me produjeron al principio la ilusión de la vida.  Descolgarlo no era una tarea tan fácil como cabe pensar.  Estaba ya muy rígido, y yo tenía una repugnancia inexplicable a dejarlo caer bruscamente al suelo.  Tenía que sostenerlo entero con un brazo y, con la mano del otro brazo, cortar la cuerda.  Pero, una vez hecho, la cosa no había acabado del todo; el pequeño monstruo había utilizado un cordel muy fino, que había penetrado profundamente en la carne, y ahora hacía falta, con unas tijeras delgadas, buscar la cuerda entre los rebordes de la hinchazón para soltarle el cuello.

»He olvidado contarle que yo había pedido vivamente socorro; pero todos mis vecinos se habían negado a venir en mi ayuda, fieles en esto a las costumbres del hombre civilizado, que no quiere nunca, no sé bien por qué, mezclarse con asuntos referentes a un ahorcado.  Vino, finalmente, un médico, que declaró que el niño estaba muerto desde hacía varias horas.  Más tarde, cuando tuvimos que desnudarlo para amortajarlo, la rigidez cadavérica era tal que, desesperando de poder flexionar los miembros, debimos lacerar y cortar los vestidos para poder quitárselos.

»El comisario, ante quien naturalmente, hube de declarar el accidente, me miró de través y me dijo: «¡Esto no está claro!», movido, sin duda, por un inveterado deseo y una costumbre habitual de dar miedo a cualquier precio, tanto a los inocentes como a los culpables.

»Quedaba por cumplir una suprema tarea, cuyo solo pensamiento me causaba una terrible angustia: había que advertir a los padres.  Mis pies se negaban a llevarme. Tuve, finalmente el coraje suficiente.  Pero, para mi gran asombro, la madre quedó impasible, ni una lágrima brotó de sus ojos,  atribuí esta rareza al horror mismo que debía estar sintiendo, y recordé la reconocida sentencia: «Los más terribles dolores son mudos».  El padre se contentó con decir, con un aire entre embrutecido y absorto: «Después de todo, quizá sea mejor así; ¡Habría acabado mal de todas formas!»

»Sin embargo —estaba tendido el cuerpo sobre mi diván y, asistido por una sirvienta, me ocupaba de los últimos preparativos, cuando la madre entró en mi taller.  Quería, me dijo, ver el cadáver de su hijo. No podía verdaderamente impedir que se emborracharse con su dolor ni negarle ese sombrío consuelo.  Seguidamente me pidió que le enseñase el lugar en donde su pequeño se había colgado. «¡Oh no, señora—le contesté —, ello os dañaría!»  Y como involuntariamente mis ojos se volvieron hacia el fúnebre armario, vi, con un disgusto mezclado de ira y horror, que el clavo continuaba fijo en la pared con un largo cabo de cuerdas que todavía colgaba.  Me lancé vivamente a arrancar aquellos vestigios últimos de la desgracia y conforme los iba a tirar por la ventana abierta, la pobre mujer sujetó mi brazo y me dijo con una voz irresistible: «¡Oh, señor, déjeme esto, se lo ruego, se o suplico!» Me pareció que su angustia le había sin duda enloquecido de tal modo, que se enternecía ahora, con lo que había servido de instrumento de la muerte de su hijo, y quería guardarlo como una horrible y querida reliquia.  —Y cogió el clavo y la cuerda.

»¡Por fin, por fin, todo había terminado! Sólo me quedaba volver al trabajo, con más viveza aún que de costumbre, para expulsar poco a poco ese pequeño cadáver que obsesionaba los repliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me fatigaba con sus grandes ojos fijos.  Pero al día siguiente recibí un paquete de cartas: unas, de los inquilinos de mi casa; otras, de las casas vecinas; una, de la coma del primer piso, otra del segundo, otra del tercero y así sucesivamente; unas en un estilo semi amistoso, como queriendo disimular bajo una aparente charla la sinceridad de la petición; otras, con un pesado aburrimiento y sin ortografía, pero todas con el mismo fin, esto es, obtener de mi un trozo de la funesta y beatífica cuerda.  Debo decir que entre los firmantes había más mujeres que hombres, y creedme que no todos pertenencían a una clase vulgar e inferior.  He conservado esas cartas.

»Y entonces, de repente, una luz se hizo en mi cerebro y comprendí por qué la madre tenía tanto empeño en arrancarme la cuerda y mediante qué comercio iba a consolarse.»

 

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